4 de abril, 2025
Impulso libre

El emprendimiento en los jóvenes

Por: Alán Pérez Vázquez
Discurso presentado en la sesión de clausura del club de Public Speaking
Cuando era niño, me gustaba jugar con mis amigos a imaginar el superpoder que a todos nos gustaría tener. Algunos querían ser súper fuertes, capaces de levantar autos por encima de sus cabezas con la fuerza de mil hombres; otros soñaban con correr a la velocidad de la luz y llegar a cualquier lugar en cuestión de segundos. Pero yo… yo soñaba con volar. Imaginaba tener grandes alas con un brillante plumaje negro, surcar los cielos sintiendo el calor del sol en mi rostro, el aire golpeándome, y disfrutar de la libertad embriagante que eso me traería. Me veía a mí mismo como un Superman, volando por el firmamento y trayendo consigo esperanza… el sueño de un mundo mejor.

Sin embargo, ahora, 20 años después, me encuentro con una realidad muy decepcionante: yo nunca fui Superman, sino el hombre que voló demasiado cerca del sol y terminó por caer hacia el vacío.

Cuando pienso en nuestra generación, no puedo evitar imaginar a Ícaro, alzando el vuelo con alas de cera, desafiando los límites que le fueron impuestos. Hay algo profundamente humano en ese deseo: buscar lo imposible, alcanzar lo inalcanzable, sentir el calor del sol como una promesa de que, tal vez, esta vez será diferente. Pero también está el otro lado de la historia: el de la caída, el de las alas que se derriten, el de los sueños que se desmoronan cuando el sistema, la corrupción o la falta de oportunidades nos devuelven a tierra firme con brutalidad. Puedo vernos, como él, enfrentándonos a una realidad donde, al caer, agitamos los brazos con todas nuestras fuerzas, solo para terminar sumergidos en el mar.

Vivimos en un país donde, según datos de Oxfam, el 1% más rico de México concentra el 43% de la riqueza del país, mientras que más del 50% de la población vive en condiciones de pobreza. Los jóvenes representamos alrededor del 30% de la población, según el INEGI, y el 56% de nosotros sentimos que no tenemos acceso a las oportunidades necesarias para desarrollarnos plenamente. Es como si nuestras alas estuvieran hechas de un material que no soporta el viaje. Pero aquí es donde quiero detenerme y plantear una pregunta: ¿estamos realmente destinados a caer?

Según datos del Banco Mundial, somos uno de los países con mayor desigualdad en la distribución del ingreso en América Latina. Esto hace que el sistema parezca diseñado para mantenernos en tierra. Pero, ¿Qué pasa si, como Ícaro, decidimos volar de todos modos? ¿Qué pasa si aceptamos que las alas de cera pueden derretirse, pero aun así elegimos sentir el sol?

Cuando tenía 18 años, lo único que buscaba era una salida fácil. Al mirar el mundo, no veía nada que pudiera satisfacerme. La idea de formar parte de un sistema cuyo único objetivo era encontrar un trabajo me deprimía enormemente, y la mera idea de enfrentarme a una realidad despiadada me resultaba desalentadora. Mi padre, al ver esta situación y no saber cómo ayudarme, me empujó a unirme a Good News Corps, un programa que envía voluntarios al extranjero por un año. Así fue como llegué a Estados Unidos.

Era solo un niño lleno de ira y odio hacia el mundo, intransigente y renuente al cambio. Durante mis primeras semanas, me esforcé por pelearme con cuanta gente me crucé; detestaba a todo el mundo. Hasta que conocí a Caleb, uno de mis encargados. Un día, mientras él nos daba una charla, simplemente me recosté y decidí dormir. Él no tenía nada que pudiera interesarme, hasta que escuché mi nombre seguido de un: «¿Qué haces?» Mi única respuesta fue: «Me quiero largar a México, ya no quiero estar aquí». Acto seguido, sus ojos se abrieron como platos (él era coreano) y, con una voz firme, me dijo: «Lárgate, no te necesitamos aquí. Al final del día, Dios nos ayuda con o sin ti. Pero si te rindes ahora, toda tu vida vas a ser un fracasado».

Esas palabras golpearon mi corazón porque descubrí dos cosas:
1. Ya era un fracasado. No hay lugar más bajo que llegar al punto de querer irme de este mundo.

2. Era un fracasado y un necio, porque, a pesar de mis faltas, seguía rechazando la ayuda de quienes me rodeaban.

En ese momento tomé una decisión: haría todo lo que me pidieran. Limpiar baños, sacar la basura o cuidar niños, lo haría. Si después de un año mi vida no había cambiado, lo tomaría como una señal de que Dios me decía: «Ríndete, solo descansa». Siete años después, aquí estoy.

El cambio verdadero no parte de una acción individual, sino de muchas pequeñas acciones que nos llevan a resultados gigantescos. En mi experiencia, he encontrado que la resiliencia no es algo con lo que nacemos; es algo que desarrollamos. Todos enfrentamos bloqueos creativos, emocionales, personales. Yo mismo he sentido el peso del estrés, la presión de no fallar, el miedo a no estar a la altura. Pero el verdadero desafío está en no permitir que esos momentos nos definan, sino en dejarnos impulsar por ellos. Ayn Rand nos recuerda que «el hombre es un fin en sí mismo» y que «la búsqueda de su propio interés racional y su propia felicidad es el más alto propósito moral de su vida».

Durante el año y medio que estuve en Estados Unidos, aprendí muchas cosas. Una de las más importantes me la enseñó un hombre al que considero mi hermano: «El corazón humano es estrecho y reacio al cambio, pero el corazón de un líder tiene que ser amplio y flexible. Por eso es necesario que se rompa; solo así puede crecer». Ahora yo les pregunto: ¿qué tanto se ha roto su corazón?

No lo digo en un sentido amoroso, como romper con una pareja. Me refiero a que se haya roto realmente. ¿Cuántos de ustedes no se han topado con una realidad donde las oportunidades son escasas o nulas? ¿Cuántos de ustedes no han sentido hambre, hambre real? Nos llaman generación de cristal, pero somos una generación que se enfrenta a un país que se está cayendo a pedazos, a una economía injusta donde otros nos arrebatan lo que tenemos, a un partido político que quiere arrebatarnos lo más grande que cualquier humano puede tener: su libertad individual.
Albert Camus dijo: «La libertad no es nada más que una oportunidad para ser mejor». La libertad es tanto un regalo como una trampa. Es el albedrío de hacer lo que queramos, pero también de asumir las consecuencias de nuestras decisiones.

Según la Encuesta Nacional de Valores en Juventud 2022, solo el 28% de los jóvenes mexicanos se sienten interesados en la política, y apenas el 15% confía en los partidos políticos. Esta desconfianza y desinterés son comprensibles en un entorno donde las instituciones a menudo fallan en representar verdaderamente a la ciudadanía. Pero aquí está la trampa: mientras nos alejamos de la política, otros toman decisiones por nosotros, decisiones que afectan nuestras oportunidades, nuestro acceso a la educación, nuestro derecho a un trabajo digno y hasta nuestra libertad individual. Friedrich Hayek escribió que «la libertad individual es la condición indispensable para el desarrollo pleno de las facultades humanas».

¿Cómo podemos alcanzar ese desarrollo si nos rehusamos a crecer? Estamos frente a un estado que busca aplastar nuestros sueños. Nos han hecho creer que el empresario es el villano, que el dinero es malvado y que emprender es un acto de maldad que solo alimenta una máquina de desigualdad. Pero esa desigualdad que sufrimos no la sienten los políticos.

Emprender no es solo crear una empresa; es tomar acción, encontrar soluciones, generar impacto. Cuando hablamos de emprender, muchos piensan en riesgos financieros, largas jornadas de trabajo y una lucha constante contra la incertidumbre. Sin embargo, el emprendimiento es mucho más que eso: es un acto de valentía, una expresión del espíritu humano y un homenaje a la capacidad del individuo para transformar su realidad.
En un país como México, donde la desigualdad y la corrupción parecen aplastar las aspiraciones de muchos, el emprendimiento es un faro de esperanza. Y, sin embargo, los empresarios a menudo son percibidos como villanos, como si el deseo de prosperar fuera algo de lo que deberíamos avergonzarnos. Pero esto no podría estar más lejos de la verdad.

Adam Smith, en La riqueza de las naciones, afirmó: «No es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero de donde esperamos nuestra cena, sino de su propio interés». Con esta frase, Smith no glorificaba el egoísmo vacío, sino que subrayaba la importancia del interés personal como motor del progreso social. Un empresario que busca ofrecer un producto o servicio de calidad no solo mejora su vida, sino que también mejora la de quienes consumen y trabajan en su empresa. El crecimiento de una nación está directamente ligado a la capacidad de sus ciudadanos para crear, innovar y contribuir al mercado libre.

El libre mercado, como lo han señalado economistas libertarios, no es simplemente un sistema económico; es una extensión de la libertad individual. Es la posibilidad de que cada persona encuentre su camino, desarrolle su talento y compita en igualdad de condiciones. Es la mejor representación moderna del espíritu del Renacimiento.

El Renacimiento, esa época gloriosa que rescató los valores del humanismo y colocó al individuo en el centro del universo, nos dejó una lección poderosa: cuando el ser humano tiene la libertad de pensar, crear y soñar, las posibilidades son infinitas. Leonardo da Vinci, Miguel Ángel y tantos otros genios no eran héroes solitarios; eran productos de un sistema que valoraba el potencial humano por encima de las restricciones impuestas por dogmas y estructuras rígidas.

Hoy, ese espíritu renacentista vive en cada emprendedor que se atreve a desafiar el statu quo. Emprender no es solo una cuestión económica; es un acto profundamente humanista. Es reconocer que cada individuo tiene un valor único, que su creatividad y esfuerzo pueden cambiar no solo su vida, sino también la de su comunidad.

El objetivismo, como lo planteó Ayn Rand, defiende precisamente esto: el derecho de cada individuo a buscar su propia felicidad y a desarrollarse plenamente. En La rebelión de Atlas, Rand escribe: «Cuando veas que el comercio se realiza no por consentimiento, sino por compulsión, cuando veas que para producir necesitas obtener permiso de hombres que no producen nada... sabrás que tu sociedad está condenada». Estas palabras son un llamado urgente a rechazar la mediocridad impuesta por sistemas que penalizan la iniciativa y la excelencia.

Superarse no es un pecado; es una virtud. Cada joven que decide emprender está contribuyendo al progreso de nuestra nación. Cada idea que se convierte en un negocio, cada empleo generado, cada problema resuelto es una prueba de que el espíritu humano puede triunfar incluso en las circunstancias más adversas. Emprender no es solo para unos pocos privilegiados; es para todos aquellos que creen que pueden aportar algo valioso al mundo.

Pero quiero ser claro: el camino no será fácil. Vivimos en un país donde el 75% de los emprendedores fracasan antes de los dos años, según el INEGI. Estos números no deben desanimarnos, sino motivarnos. Cada fracaso es una lección, cada tropiezo nos acerca más al éxito. Como dijo Thomas Edison: «No fracasé, solo descubrí 10,000 formas que no funcionan».

Por eso, mi llamado hoy es simple: no teman al fracaso, no teman a ser diferentes, no teman a volar alto. Como Ícaro, pueden sentir el calor del sol. Pero, a diferencia de Ícaro, pueden construir alas más fuertes, aprender de sus caídas y volver a intentarlo.

El verdadero cambio en México no vendrá de los políticos ni de las grandes instituciones; vendrá de los jóvenes que se atreven a creer en sí mismos, en su capacidad para crear y transformar. Así como el Renacimiento marcó el resurgir de una nueva humanidad, nosotros podemos marcar el renacimiento de nuestro país. Y ese renacimiento comienza con cada uno de nosotros, con nuestra decisión de ser más, de hacer más y de nunca conformarnos con menos.

Que este sea el inicio de una generación que no teme emprender, que abraza la libertad y que entiende que querer superarse no solo está bien, sino que es el único camino hacia un futuro mejor.

Ícaro no cayó porque fracasó; cayó porque se atrevió. Se atrevió a sentir el sol, a desafiar los límites impuestos, a volar más alto de lo que cualquiera hubiera imaginado posible. Y aunque su vuelo terminó en una caída, ¿quién puede negar que esos instantes de libertad, esos segundos de gloria al tocar el cielo, no valieron la pena?

Hoy les pregunto a ustedes, jóvenes de México: ¿están dispuestos a aceptar el riesgo de la caída con tal de experimentar esa libertad, ese fuego, ese propósito que define nuestras vidas como algo más que simples rutinas? ¿Están listos para sentir el sol en sus rostros, aunque sea solo por un instante, y saber que ese instante cambió para siempre lo que son?

Si la respuesta es sí, entonces ya hemos comenzado a transformar nuestra realidad. Y con cada paso, con cada idea, con cada acción, construiremos un México donde el vuelo no sea la excepción, sino la norma. Donde no temamos al sol, sino que aprendamos a volar más alto y más fuerte.
Porque el verdadero fracaso no está en caer, sino en nunca haber intentado volar.
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