Este cuento es resultado del trabajo semanal y los ejercicios creativos del Club de Literatura de la UL. Recuerdo que las hojas caían de forma lenta, en un movimiento casi quieto. Mis piernas colgaban en aquella banca, jugando como si fueran columpios. Era muy pequeña para conocer el lugar en donde me encontraba; tampoco recuerdo que alguien estuviera a mi lado para decirme dónde estaba aquella mañana. Después de unas horas sentada, sin nada más que hacer, solo mirar al cielo y contar esas nueve hojas que apenas habían caído, como pude, me bajé de la banquita. Cuando por fin mis pies tocaron el concreto, comencé a caminar hacia la puerta de salida; ya era hora de regresar a casa. No me di cuenta de esa grieta en el suelo, porque en solo unos segundos ya me encontraba en el piso, con la sangre corriendo por mi tobillo. Como pude, me puse de pie después de limpiarme las lágrimas llenas de tierra que corrían por mis mejillas. No había nadie para ofrecerme la mano, pero el camino me era tan familiar como siempre: salir del parque, girar a la derecha, avanzar recto hasta la tienda que jamás abre temprano. Tres casas más allá, me espera el lugar al que nunca quiero volver, pero donde, en el fondo, aún albergo la esperanza de que alguien me aguarde. Esta vez deben notar que llegué. No lo digo por mí, sino por las manchas rojas que dejaré esparcidas. Caminé hasta la tienda y decidí descansar un poco; cada paso se volvía más insoportable. Quería que alguien sostuviera mi mano, no esperaba siquiera que me cargaran, pero… ¿por qué estaba sola en estos momentos? Cerré los ojos, respiré profundo y me motivé a caminar dos casas más. Contaba cada paso como aquellas hojas que danzaban a su propio ritmo, movidas por una brisa casi imperceptible. Llegué hasta la puerta y, cuando intenté sacar la llave que siempre usaba para entrar, no la encontré. Probablemente se cayó cuando mi cuerpo estaba en el suelo, pero no lo noté en aquel momento.
Ahora ya no sabía qué hacer. Esa casa nunca se había sentido mía, pero sabía que tenía que estar ahí, solo para que no se sintiera vacía, aunque yo sí tuviera que hacerlo. Toqué la puerta, pero aún nadie respondía. Pensé en quedarme sentada hasta que los dueños regresaran de trabajar. El alma, la parte más esencial después del cuerpo, parece estar aferrada. Lo imagino como una dependencia: sin una, la otra parte tampoco tiene vida. El problema es que mi alma lleva mucho tiempo cansada; el cuerpo ya no le responde bien. Sin embargo, en algún lugar escuché que la esperanza es lo único que nunca muere. Tal vez por eso sigo aquí, con un pulso que podría parecer artificial. Al menos, nunca usaré un marcapasos; me niego a hacerlo. Sé que lo que tiene mi corazón es tristeza, pero el alma aún no le permite descansar. Ella no duerme y le duele ver que el corazón comienza a cansarse y, de vez en cuando, se toma su tiempo. Aquella tarde, en donde los dueños de la casa apenas notaban la ausencia de mis pisadas, se notaron más tristes de lo normal. No los pude ver, pero cuando entré a la casa, sentí algo. Ya no estaba vacía, el ambiente me pesaba, de nuevo volvía a sentir como la casa reclamaba hasta lo más profundo de mi alma. Mis huesos crujían con cada pisada que daba. Y a lo lejos se escuchaban las gotas de sangre, una cada vez más lejos de otra. Sabía que si no me curaba pronto esa herida, terminaría por pintar las paredes de rojo, que mal no les vendría. Un cambio de vez en cuando es lo que quiero que alguien note. Volví a sentir ese aire frío que pasa por los pies, como la brisa en el pasto. Temía que, por el golpe, las alucinaciones comenzaran. Le di a mi cerebro la tarea de buscar cómo llegar a mi cuarto de la forma más rápida posible. En el pasillo que está frente a mi puerta, colgaban unos cuadros. A la mujer con la que crecí le gustaba recordar todos los momentos. Creo que siempre fue porque no podía disfrutarlos cuando sucedieron, por eso coleccionaba tantas cosas para recordar. Me sabía de memoria todos los cuadros, hasta me aburría pasar por ahí y voltear, pero debido a mi caminar de zombie, no me quedaba de otra. Curiosamente, esta vez, cuando miré aquel muro, al final del pasillo se veía un marco nuevo, uno grande y brillante. Me senté un ratito; me gusta apreciar cuando encuentro cosas que no había notado antes. En el cuadro reconocí a la mujer y al hombre, los que siempre buscaba y pocas veces encontraba. Se veían demasiado despreocupados, tranquilos, y hasta podría decir que desarreglados. En medio de ellos había una niña. No se notaba su cara porque estaba recostada sobre ellos, en sus piernas, con el cabello tan largo que cubría su rostro. Parecía que estaba dormida, aunque transmitía algo extraño, era una quietud como cuando sabes que nada malo te pasará en la vida, el aura de paz que se siente cuando estás entre los brazos de las personas que más te aman en el mundo, de las que naciste y jamás podrás separar el vínculo que los une, porque algo que no eliges, tampoco lo puedes rechazar. Sentí cómo se me apachurraba el pecho después de pensar en eso. A veces me pasa. El doctor dice que son solo las hormonas preparando mi cuerpo para dejar de ser una niña, lo decía con palabras que yo no entendía: el aumento de estrógenos estimula el crecimiento del tejido mamario, causando sensibilidad e inflamación en la zona. Diagnóstico: es normal que me duela cerca de los senos; pero no, yo le digo que es mi corazón. Nunca me creyó. Lo que hago para calmar ese dolor es cerrar los ojos para que me sea más fácil hablar con mi interior. Así automáticamente comienzo a disminuir la intensidad con la que respiro. Es un momento a solas, nada fuera de lo común; siempre tengo que buscar la salida por mi cuenta. Después de dos respiraciones, a veces cinco, es cuando vuelvo a sentir cómo mi cuerpo se aferra a su infelicidad, pero ahora sabe sobrellevarla. Cuando mis ojos recobraron la vista, ya no estaba en el piso tirada. Alguien me había llevado hasta mi cuarto, me había recostado en la cama, cambiado mi ropa y curado mi herida. Qué alivio sentí. Supongo que los señores me encontraron y se compadecieron de mí. A veces creo que sí notan cuando me quedo dormida en otro lugar o cuando tardo en llegar a casa. Seguía sin escuchar ruido, pero debía ser que de nuevo salieron a trabajar y la casa estaba sola. Aún me dolía la cabeza y me quemaba la rodilla. Entonces, cuando revisé la venda que me cubría, noté que las manchas de sangre eran evidentes. La cinta con la que se pegaba un extremo con otro era aquella que siempre usaba para ocasiones especiales. Ellos me la habían regalado en un cumpleaños y yo la guardaba en un lugar seguro, mi cuarto, en donde ellos nunca entraban. Entonces miré a mi mano, llena de mi sangre todavía. Fue ahí cuando conocí el perdón, pues mi alma por fin había entendido que ya nada la retenía a su cuerpo, todos esos recuerdos, ahora se volvían translúcidos, casi invisibles, era la forma más orgánica de borrar aquello que siempre en lugar de sumarme, me quitaba cada vez más esperanza de vivir, cada ilusión sin poder alcanzarlo era la carga que con su peso aplastaba mi corazón. La vida que me tocó, me lo había dicho hace mucho: no perteneces aquí. Es momento de soltar, no a mi alrededor, sino a mí. Decidí que era momento de descansar; ya me hacía falta algo más que fingir cerrar los ojos e imaginar que todo estaría bien. Esta vez era en serio. Esta vez dejé de esperar y solté el eco que llevaba dentro. Cuando algo se va, no hay manera de traerlo de vuelta, no hay forma de sustituirlo. Extrañarlo es natural, pero aferrarse al pasado es condenar a quien ya no pertenece allí. La casa se quedó vacía, pues extraña a su niña. Por eso esconde sus paredes con marcos de madera, ahora desgastados y cubiertos de polvo, con fotos rotas, pero aún enmarcadas.
Nunca volvió a ser igual. Al final, su alma, la que siempre se aferró, tuvo que revivir ese instante para entender que, desde hace tiempo, lo único que quedaba era el vacío de un recuerdo anhelado.